jueves, 1 de noviembre de 2012

La gaviota de Nico. Cuento en valores.




No muy lejos de aquí, en un pueblecito pesquero, en una casita blanca y azul de planta baja, vive Nicolás. Tiene 9 años y estudia 3º de Primaria en la escuela del pueblo. Es un niño como cualquiera, desgarbado, algo tímido, un poquito introvertido y muy curioso; le gusta mucho la naturaleza, los animales y sobre todo… el mar.

-¡Papá! … vamos a echar una carrera a la playa!
-Vale, Nico, pera esta vez no esperes que te dé ventaja. El último en llegar pondrá la mesa esta noche.
-Una, dos y tres…
-Pero… no seas tramposo –dijo su padre- No estaba preparado todavía.
-¡Ah!, lo siento. Esta mañana he puesto la mesa, esta noche te toca a ti. ¡Corre papá, te estás quedando atrás!

Nico y Lucas, su padre, pasaban muchos ratos juntos y se divertían corriendo por la playa, cogiendo conchas marinas, buscando dibujos escondidos en las nubes y no sé cuántas mil historias.

-Te he ganado papá, ya soy más rápido que tú.
-¡Pero qué dices, Nico, te he dejado ganar!
-Mentiroso, no quieres reconocer que me estoy haciendo mayor.

Nico y su padre juegan en la arena tirándose uno sobre el otro, cuando de pronto Nico abraza a su papá y le dice con una gran sonrisa:

-Papá, te quiero mucho.
-Y yo a ti, Nico… Venga, vamos a casa que mamá nos estará esperando.

Al llegar a casa, la cena estaba preparada y la mamá de Nico le dice:

-Campeón, ve a lavarte las manos que vamos a cenar enseguida.
-Sí mamá, ya voy. ¿Sabes? Hemos hecho una carrera y le he ganado a papá; creo que me estoy haciendo mayor.

Cuando Nico fue al baño, la madre se acercó a Lucas y le dijo:

-¿Has hablado ya con Nico de que tienes que marcharte?
-No, no he podido, Selma. No he tenido la oportunidad de hablar con él.
-Pero ¡si habíamos quedado que se lo dirías esta tarde! ¿No se lo has dicho en la playa?
-No me he atrevido. Estaba tan feliz con esa mirada radiante y esa sonrisa igual que la tuya que he sido incapaz de estropearle la tarde.

Nico y sus padres hacía poco que se habían trasladado allí desde una gran ciudad del interior. Llegaron buscando la paz y el sosiego de un pueblecito con puerto, una pequeña bahía abierta todo el año a la sonrisa del sol, al murmullo del viento y al sonido de las olas, pero el padre de Nico era marino mercante y tenía que irse fuera durante meses y sabía lo mal que lo pasaba Nico cuando se separaba de él.
Esa misma noche Lucas se acercó a la cama de su hijo para decirle que tenía que volver a irse y Nico no contestó, se quedó dormido llorando en los brazos de su padre.

Nico iba a la pequeña escuela, con los demás niños. Eran pocos y en la misma aula estaban juntos niños de distintos niveles, unos mayores y otros más pequeños. La maestra se llamaba Lucía, una mujer cariñosa y dulce que siempre había trabajado en la escuela, soñadora, culta y a la vez llana, que eligió una vida sencilla en un lugar pequeñito. Tenía un cariño especial a este pueblo. Cuentan que hace años tuvo un novio, un muchacho del pueblo de al lado, marinero, que un día se llevó el mar. De él nunca más se supo.
Desde que el padre de Nico se marchó, la señorita Lucía, había observado que Nico estaba más distraído que de costumbre, le faltaba interés por lo que hacían y además se relacionaba menos con los demás niños. Muchas veces lo veía solo en el patio de la escuela, con la mirada perdida y con cierto aire de nostalgia. Un día, preocupada por Nico, lo llamó a la salida de clase y le dijo:

-Nico, ¿Quieres venir esta tarde a ver mi jardín?
- ¿Tu jardín?
-Sí. Vivo aquí, detrás de la escuela, y tengo un jardín lleno de plantas y flores de muchos colores.
-Está bien, me gustan mucho las flores. Allí en la ciudad, donde vivíamos antes, no había parques cerca de casa y nunca podía jugar al aire libre, aquí es distinto. Gracias, señorita Lucía.


La maestra vivía en una casita en la parte posterior de la escuela con un pequeño jardín y un huertecillo cuidado por Casto, un vecino suyo, ya muy mayor, que no sabía leer ni escribir pero que se sentía atraído y deslumbrado por la forma de ser de Lucía. Era un viejo pescador que nació en el pueblo y hace ya años que se quedó en tierra; desde entonces ayudaba a la señorita Lucía a cuidar el jardín y el huerto. Le tiemblan las manos pero el azadón trabaja firme con sus brazos.

-¡Señorita Lucía, soy yo, Nico! ¡Ya he llegado!
-Hola, Nico, qué alegría de que hayas llegado ya. No te esperaba tan temprano.
-Es que hoy no tenía deberes, señorita Lucía. Lo he terminado todo en clase.
-Ven, Nico, el jardín está en la parte de atrás de la casa. Pasa.
-¡Guau!-exclamó el niño- ¡Qué jardín más bonito, seño!
-¿Te gusta, Nico?
-Claro que sí. Hay flores de muchos colores. Señorita, ¿tú sabes el nombre de todas las flores del mundo?
-Ja, ja –se echó a reír Lucía- claro que no, Nico. Hay miles, millones, de flores diferentes. Aquí solo hay unas pocas pero intento conocerlas un poquito para poder darle a cada una lo que necesita. Las flores son como los niños, a veces están tristes y parece que escondieran la cabeza entre las piernas por eso les hablo para que no se sientan solas. Otras veces se encuentran felices y contentas. Lo notas enseguida porque cuando se sienten bien, sus tallos están erguidos como si quisieran abrazar el sol.
Nico, tú… últimamente estás un poco triste, ¿verdad? Te pareces un poco a mis flores cuando les falta un poquito de agua.
-Sí, seño, es que echo de menos a mi papá. Por las tardes, a la hora de jugar o por las noches cuando me acuesto me acuerdo de él y me pongo triste porque sé que está lejos.
-Pero Nico, tú papá es marino y ya en otras ocasiones ha tenido que viajar, a él seguro que tampoco le gusta estar lejos de vosotros, pero es su trabajo. Seguro que se acuerda todos los días de ti y no le gustaría verte triste.
Ven, quiero que conozcas a Casto, es un pescador, que viene por las tardes y me ayuda con las flores y el huerto, ¡no sé qué haría sin él!
-¡Casto, mira quién ha venido a vernos! Es Nico, un chico de la escuela que hace poco que vive en el pueblo.
-Hola, Nico, ¿con que eres nuevo por aquí?
-Sí señor.
-Y dime muchacho, ¿te gusta el pueblo?
-Oh! Sí. Es un pueblo muy bonito, me gusta hacer castillos en la arena y a veces me quito los zapatos para mojarme los pies en el agua, aunque mi mamá siempre dice que me llevo media playa para casa metida en los zapatos. Algunos días voy al puerto a mirar los barquitos y veo cómo los pescadores remiendan las redes bajo los rayos del sol. Y… ¿sabe qué es lo que más me gusta?
-Dime, Nico.
-Observar las gaviotas. Ver cómo sobrevuelan una y otra vez los barcos y cómo sumergen la cabeza en el agua para buscar los peces. Algunas veces las veo acercarse al patio de la escuela buscando los trozos de bocadillos que se han dejado los niños.
¿Usted… es el jardinero de la señorita Lucía?
-Hace años que le echo una mano con las plantas y el huerto -dijo Casto- pero yo siempre viví del mar, era pescador…hasta que tuve que dejarlo.
-¿Lo dejó? ¿Pero…por qué? A mí me gustaría ser un pez para vivir siempre en el mar. Es alucinante.
-Pues si quieres -dijo Casto- yo te puedo contar muchas historias sobre el mar, he navegado durante años y he vivido muchas aventuras en él, hasta me acuerdo una vez que tuve que luchar contra unos piratas…

-¿Piratas?
-Sí, Nico. Una banda de piratas que nos atacaron. Algunos de ellos todavía viven en la cueva que hay más allá de los riscos del final de la playa mirando hacia poniente. Creo que la cueva está llena de tesoros que robaron a otros barcos.
-¿De verdad? ¿Viven piratas en este pueblo?
Señorita Lucía...
-Sí Nico, Casto sabe historias de este pueblo que nadie conoce.
-Señorita, ¿puedo venir otra vez mañana? Me gustaría que Casto me contara más cosas sobre esos piratas y sus viajes.
-Claro, Nico. Ven todos los días que quieras.
-Adiós, Casto -dijo Nico.
-Hasta mañana, Nico.
-Hasta mañana, señorita Lucía.

Casto rondaba ya los 79 años. Nació en el pueblo y desde pequeño salía con su padre en el barco a pescar. Fue su padre quién le enseñó todo para convertirse en un buen pescador. Era un niño muy inquieto y antes de que saliera el sol ya estaba preparado en la puerta de casa, con el impermeable puesto, para hacerse a la mar. Siempre se sintió atraído por la magia del mar.

-Mamá… ya he vuelto. He conocido a un pescador del pueblo que dice que ha luchado contra los piratas.
-Pero Nico, ¿qué dices?, ¿cómo va a luchar contra los piratas? Los piratas eran bandas de saqueadores que abordaban otras naves para robarles la carga apoderándose de su mercancía… ¿pero qué iban a querer los piratas de unos pobres pescadores? Además de eso hace ya muchos siglos.
-Que sí, mamá, que me lo ha dicho el señor Casto. ¿Me dejarás que vaya por las tardes a casa de la señorita para que Casto me cuente historias sobre el mar?
-Pues claro, Nico -sonrió la madre- puedes ir cuando quieras.

A partir de ese día, Nico recuperó la ilusión que había perdido cuando su padre marchó y todos los días después de hacer los deberes iba a casa de la señorita Lucía para hablar con Casto.
Fue una tarde de esas cuando Casto le contó que tuvo un hijo que también fue pescador como él y su padre, y que murió un día cuando su barco tuvo problemas en el mar por causa de una tormenta inesperada. Aquel trágico día Casto abandonó la pesca, y durante años iba todas las mañanas a la playa esperando que el mar le devolviera a su hijo…
Nico y Casto establecieron unos vínculos afectivos muy grandes. El muchacho se convirtió en el nieto que el pescador nunca tuvo y Nico notaba cada vez menos la ausencia de su padre.
En uno de esos encuentros que tuvieron, Nico quiso conocer la casa donde vivía Casto y un domingo por la mañana quedaron para que el muchacho pudiera ver dónde vivía.
La casa del pescador era una pequeña casita con la fachada en blanco en el mismo centro del pueblo. Nico se quedó sorprendido al ver que, a pesar de los años que hacía que Casto dejó la pesca, las paredes de la casa estaban llenas de redes, anzuelos, aparejos y largas cañas, y que en el lateral de la casa había una barca pequeñita, descuidada y agrietada por el paso de los años, donde apenas se podían leer las letras desgastadas de un nombre en el lateral.


-Casto… ¿esta barca era suya?
-Sí, Nico. Esta barca la construí hace muchos años, en ella salíamos a pescar mi hijo y yo…pero de eso hace ya mucho tiempo.
-¿Y qué es lo que pone aquí que no puedo leerlo?
-Es el nombre de la barca –contestó el pescador.- Se llamaba LA GAVIOTA.
-¡Vaya…! ¡Cómo me gustaría a mí tener una barca!

Al pescador se le notaba emocionado, como recordando la época más feliz y más amarga de su vida…Y Nico comprendió en ese momento que no solo los niños se sienten a veces tristes sino que los adultos también necesitan un abrazo. Se abalanzó sobre él y lo abrazó.

-Nico…-dijo Casto con los ojos brillantes- ¿quieres que arreglemos la barca? Podrías ayudarme a pintarla del color que quieras.
-¿Sí?, ¡pues claro!, me gustaría muchísimo.
-He pensado que podemos volver a rotular el nombre, pero esta vez escribiremos "LA GAVIOTA DE NICO".
-¿"LA GAVIOTA DE NICO"…?
-Sí, cuando la barca esté arreglada será tuya y saldremos a pescar con ella, si tú quieres.
-¡Biennn!- gritó Nico.

Y pescador y niño se abrazaron. La alegría se había instalado de nuevo en el corazón de los dos, y cuanto más tiempo pasaban juntos más cerca sentía Nico a su padre, y más vivo se sentía Casto después de muchos años.

                                                                              Autores: José Ignacio Pérez Albericio
                                                                                              y Rosa Fernández Salamanca.                        

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