No muy lejos
de aquí, en un pueblecito pesquero, en una casita blanca y azul de planta baja,
vive Nicolás. Tiene 9 años y estudia 3º de Primaria en la escuela del pueblo.
Es un niño como cualquiera, desgarbado, algo tímido, un poquito introvertido y
muy curioso; le gusta mucho la naturaleza, los animales y sobre todo… el mar.
-¡Papá! …
vamos a echar una carrera a la playa!
-Vale, Nico,
pera esta vez no esperes que te dé ventaja. El último en llegar pondrá la mesa
esta noche.
-Una, dos y
tres…
-Pero… no
seas tramposo –dijo su padre- No estaba preparado todavía.
-¡Ah!, lo
siento. Esta mañana he puesto la mesa, esta noche te toca a ti. ¡Corre papá, te
estás quedando atrás!
Nico y
Lucas, su padre, pasaban muchos ratos juntos y se divertían corriendo por la
playa, cogiendo conchas marinas, buscando dibujos escondidos en las nubes y no
sé cuántas mil historias.
-Te he
ganado papá, ya soy más rápido que tú.
-¡Pero qué
dices, Nico, te he dejado ganar!
-Mentiroso,
no quieres reconocer que me estoy haciendo mayor.
Nico y su
padre juegan en la arena tirándose uno sobre el otro, cuando de pronto Nico
abraza a su papá y le dice con una gran sonrisa:
-Papá, te
quiero mucho.
-Y yo a ti,
Nico… Venga, vamos a casa que mamá nos estará esperando.
Al llegar a
casa, la cena estaba preparada y la mamá de Nico le dice:
-Campeón, ve
a lavarte las manos que vamos a cenar enseguida.
-Sí mamá, ya
voy. ¿Sabes? Hemos hecho una carrera y le he ganado a papá; creo que me estoy
haciendo mayor.
Cuando Nico
fue al baño, la madre se acercó a Lucas y le dijo:
-¿Has
hablado ya con Nico de que tienes que marcharte?
-No, no he
podido, Selma. No he tenido la oportunidad de hablar con él.
-Pero ¡si
habíamos quedado que se lo dirías esta tarde! ¿No se lo has dicho en la playa?
-No me he atrevido.
Estaba tan feliz con esa mirada radiante y esa sonrisa igual que la tuya que he
sido incapaz de estropearle la tarde.
Nico y sus
padres hacía poco que se habían trasladado allí desde una gran ciudad del
interior. Llegaron buscando la paz y el sosiego de un pueblecito con puerto,
una pequeña bahía abierta todo el año a la sonrisa del sol, al murmullo del
viento y al sonido de las olas, pero el padre de Nico era marino mercante y
tenía que irse fuera durante meses y sabía lo mal que lo pasaba Nico cuando se
separaba de él.
Esa misma
noche Lucas se acercó a la cama de su hijo para decirle que tenía que volver a
irse y Nico no contestó, se quedó dormido llorando en los brazos de su padre.
Nico iba a
la pequeña escuela, con los demás niños. Eran pocos y en la misma aula estaban
juntos niños de distintos niveles, unos mayores y otros más pequeños. La maestra se llamaba Lucía, una mujer
cariñosa y dulce que siempre había trabajado en la escuela, soñadora, culta y a
la vez llana, que eligió una vida sencilla en un lugar pequeñito. Tenía un
cariño especial a este pueblo. Cuentan que hace años tuvo un novio, un muchacho
del pueblo de al lado, marinero, que un día se llevó el mar. De él nunca más se
supo.
Desde
que el padre de Nico se marchó, la señorita Lucía, había observado que Nico
estaba más distraído que de costumbre, le faltaba interés por lo que hacían y
además se relacionaba menos con los demás niños. Muchas veces lo veía solo en
el patio de la escuela, con la mirada perdida y con cierto aire de nostalgia.
Un día, preocupada por Nico, lo llamó a la salida de clase y le dijo:
-Nico,
¿Quieres venir esta tarde a ver mi jardín?
-
¿Tu jardín?
-Sí.
Vivo aquí, detrás de la escuela, y tengo un jardín lleno de plantas y flores de
muchos colores.
-Está
bien, me gustan mucho las flores. Allí en la ciudad, donde vivíamos antes, no
había parques cerca de casa y nunca podía jugar al aire libre, aquí es
distinto. Gracias, señorita Lucía.
La maestra vivía en una casita en la parte posterior de la escuela con un pequeño jardín y un huertecillo cuidado por Casto, un vecino suyo, ya muy mayor, que no sabía leer ni escribir pero que se sentía atraído y deslumbrado por la forma de ser de Lucía. Era un viejo pescador que nació en el pueblo y hace ya años que se quedó en tierra; desde entonces ayudaba a la señorita Lucía a cuidar el jardín y el huerto. Le tiemblan las manos pero el azadón trabaja firme con sus brazos.
-¡Señorita
Lucía, soy yo, Nico! ¡Ya he llegado!
-Hola,
Nico, qué alegría de que hayas llegado ya. No te esperaba tan temprano.
-Es
que hoy no tenía deberes, señorita Lucía. Lo he terminado todo en clase.
-Ven,
Nico, el jardín está en la parte de atrás de la casa. Pasa.
-¡Guau!-exclamó
el niño- ¡Qué jardín más bonito, seño!
-¿Te
gusta, Nico?
-Claro
que sí. Hay flores de muchos colores. Señorita, ¿tú sabes el nombre de todas
las flores del mundo?
-Ja,
ja –se echó a reír Lucía- claro que no, Nico. Hay miles, millones, de flores
diferentes. Aquí solo hay unas pocas pero intento conocerlas un poquito para
poder darle a cada una lo que necesita. Las flores son como los niños, a veces
están tristes y parece que escondieran la cabeza entre las piernas por eso les
hablo para que no se sientan solas. Otras veces se encuentran felices y
contentas. Lo notas enseguida porque cuando se sienten bien, sus tallos están
erguidos como si quisieran abrazar el sol.
Nico,
tú… últimamente estás un poco triste, ¿verdad? Te pareces un poco a mis flores
cuando les falta un poquito de agua.
-Sí,
seño, es que echo de menos a mi papá. Por las tardes, a la hora de jugar o por
las noches cuando me acuesto me acuerdo de él y me pongo triste porque sé que
está lejos.
-Pero
Nico, tú papá es marino y ya en otras ocasiones ha tenido que viajar, a él seguro
que tampoco le gusta estar lejos de vosotros, pero es su trabajo. Seguro que se
acuerda todos los días de ti y no le gustaría verte triste.
Ven,
quiero que conozcas a Casto, es un pescador, que viene por las tardes y me
ayuda con las flores y el huerto, ¡no sé qué haría sin él!
-¡Casto,
mira quién ha venido a vernos! Es Nico, un chico de la escuela que hace poco
que vive en el pueblo.
-Hola,
Nico, ¿con que eres nuevo por aquí?
-Sí
señor.
-Y
dime muchacho, ¿te gusta el pueblo?
-Oh!
Sí. Es un pueblo muy bonito, me gusta hacer castillos en la arena y a veces me
quito los zapatos para mojarme los pies en el agua, aunque mi mamá siempre dice
que me llevo media playa para casa metida en los zapatos. Algunos días voy al
puerto a mirar los barquitos y veo cómo los pescadores remiendan las redes bajo
los rayos del sol. Y… ¿sabe qué es lo que más me gusta?
-Dime,
Nico.
-Observar
las gaviotas. Ver cómo sobrevuelan una y otra vez los barcos y cómo sumergen la
cabeza en el agua para buscar los peces. Algunas veces las veo acercarse al
patio de la escuela buscando los trozos de bocadillos que se han dejado los
niños.
¿Usted…
es el jardinero de la señorita Lucía?
-Hace
años que le echo una mano con las plantas y el huerto -dijo Casto- pero yo
siempre viví del mar, era pescador…hasta que tuve que dejarlo.
-¿Lo
dejó? ¿Pero…por qué? A mí me gustaría ser un pez para vivir siempre en el mar.
Es alucinante.
-Pues
si quieres -dijo Casto- yo te puedo contar muchas historias sobre el mar, he
navegado durante años y he vivido muchas aventuras en él, hasta me acuerdo una
vez que tuve que luchar contra unos piratas…
-¿Piratas?
-Sí,
Nico. Una banda de piratas que nos atacaron. Algunos de ellos todavía viven en
la cueva que hay más allá de los riscos del final de la playa mirando hacia
poniente. Creo que la cueva está llena de tesoros que robaron a otros barcos.
-¿De
verdad? ¿Viven piratas en este pueblo?
Señorita
Lucía...
-Sí
Nico, Casto sabe historias de este pueblo que nadie conoce.
-Señorita,
¿puedo venir otra vez mañana? Me gustaría que Casto me contara más cosas sobre
esos piratas y sus viajes.
-Claro,
Nico. Ven todos los días que quieras.
-Adiós,
Casto -dijo Nico.
-Hasta
mañana, Nico.
-Hasta
mañana, señorita Lucía.
Casto
rondaba ya los 79 años. Nació en el pueblo y desde pequeño salía con su padre
en el barco a pescar. Fue su padre quién le enseñó todo para convertirse en un
buen pescador. Era un niño muy inquieto y antes de que saliera el sol ya estaba
preparado en la puerta de casa, con el impermeable puesto, para hacerse a la
mar. Siempre se sintió atraído por la magia del mar.
-Mamá…
ya he vuelto. He conocido a un pescador del pueblo que dice que ha luchado
contra los piratas.
-Pero
Nico, ¿qué dices?, ¿cómo va a luchar contra los piratas? Los piratas eran
bandas de saqueadores que abordaban otras naves para robarles la carga apoderándose
de su mercancía… ¿pero qué iban a querer los piratas de unos pobres pescadores?
Además de eso hace ya muchos siglos.
-Que
sí, mamá, que me lo ha dicho el señor Casto. ¿Me dejarás que vaya por las
tardes a casa de la señorita para que Casto me cuente historias sobre el mar?
-Pues
claro, Nico -sonrió la madre- puedes ir cuando quieras.
A
partir de ese día, Nico recuperó la ilusión que había perdido cuando su padre
marchó y todos los días después de hacer los deberes iba a casa de la señorita
Lucía para hablar con Casto.
Fue
una tarde de esas cuando Casto le contó que tuvo un hijo que también fue
pescador como él y su padre, y que murió un día cuando su barco tuvo problemas
en el mar por causa de una tormenta inesperada. Aquel trágico día Casto abandonó
la pesca, y durante años iba todas las mañanas a la playa esperando que el mar
le devolviera a su hijo…
Nico
y Casto establecieron unos vínculos afectivos muy grandes. El muchacho se
convirtió en el nieto que el pescador nunca tuvo y Nico notaba cada vez menos
la ausencia de su padre.
En
uno de esos encuentros que tuvieron, Nico quiso conocer la casa donde vivía
Casto y un domingo por la mañana quedaron para que el muchacho pudiera ver
dónde vivía.
La
casa del pescador era una pequeña casita con la fachada en blanco en el mismo
centro del pueblo. Nico se quedó sorprendido al ver que, a pesar de los años
que hacía que Casto dejó la pesca, las paredes de la casa estaban llenas de
redes, anzuelos, aparejos y largas cañas, y que en el lateral de la casa había
una barca pequeñita, descuidada y agrietada por el paso de los años, donde
apenas se podían leer las letras desgastadas de un nombre en el lateral.
-Casto… ¿esta barca era suya?
-Sí,
Nico. Esta barca la construí hace muchos años, en ella salíamos a pescar mi
hijo y yo…pero de eso hace ya mucho tiempo.
-¿Y
qué es lo que pone aquí que no puedo leerlo?
-Es
el nombre de la barca –contestó el pescador.- Se llamaba LA GAVIOTA.
-¡Vaya…!
¡Cómo me gustaría a mí tener una barca!
Al
pescador se le notaba emocionado, como recordando la época más feliz y más
amarga de su vida…Y Nico comprendió en ese momento que no solo los niños se
sienten a veces tristes sino que los adultos también necesitan un abrazo. Se
abalanzó sobre él y lo abrazó.
-Nico…-dijo
Casto con los ojos brillantes- ¿quieres que arreglemos la barca? Podrías
ayudarme a pintarla del color que quieras.
-¿Sí?,
¡pues claro!, me gustaría muchísimo.
-He
pensado que podemos volver a rotular el nombre, pero esta vez escribiremos "LA
GAVIOTA DE NICO".
-¿"LA
GAVIOTA DE NICO"…?
-Sí,
cuando la barca esté arreglada será tuya y saldremos a pescar con ella, si tú
quieres.
-¡Biennn!-
gritó Nico.
Y
pescador y niño se abrazaron. La alegría se había instalado de nuevo en el
corazón de los dos, y cuanto más tiempo pasaban juntos más cerca sentía Nico a
su padre, y más vivo se sentía Casto después de muchos años.
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